13 de marzo de 2017

STANLEY KUBRICK ERA AMIGO MIO (1)

Tomado del libro Kubrick, de Michael Herr. Grove Press, N.Y. 2000 (Editorial Anagrama, Barcelona, 2001).



MICHAEL HERR, guionista de Full Metal Jacket.

Stanley Kubrick era amigo mío, en la medida en que la gente como Stanley tiene amigos, y si es que hoy en día queda gente como Stanley. Era uno de los hombres más sociables que he conocido, y eso no cambia el hecho de que casi siempre se relacionara con los demás por teléfono. El escritor Gustav Hasford afirmaba que él y Stanley en una ocasión pasaron siete horas al teléfono, y yo muchas veces estuve más de tres hablando con él. He oído decir a mucha gente que habló con Stanley el último día de su vida, y aunque son muchos, les creo a todos.



Tenía la entrañable y seductora costumbre de repetir tu nombre cada dos frases, sobre todo cuando llegaba al meollo del asunto, y con él siempre había un meollo.

Cuando le conocí en 1980, yo no solo suscribía la leyenda de Stanley, sino que de hecho era muy susceptible a ella. Un amigo común, David Cornwell (más conocido como John Le Carré) le había dicho que yo vivía en Londres y nos invitó a comer y a ver una película. Era un pase de The Shining en los estudios Shepertton una semana antes de su estreno en los EEUU., seguido de una cena en Childwick Burry, la finca de 50 hactáreas cerca de St. Albans, a una hora al norte de Londres, al que acababan de mudarse Stanley, su familia, sus perros y sus gatos. Stanley quería conocerme porque le había gustado Despachos de Guerra, mi libro sobre Vietnam. Fue lo primero que dijo cuando nos conocimos. Lo segundo que me dijo fue que no deseaba hacer una película del libro. Lo dijo más o menos como un cumplido, pero también para asegurarse de que no me hiciera ilusiones. Había leído el libro varias veces en busca de la historia y durante la cena citó varios fragmentos, algunos bastante largos, de memoria. Me sentí emocionado, halagado y muy feliz de conocerle, pues no se me pasaba por alto que no era una persona a quien se conocía todos los días. No era una persona que se convierte en tu amigo al cabo de cinco minutos en una fiesta.

Estaba pensando en hacer una película de guerra, pero no estaba seguro de que guerra, y de que hecho, ahora que lo mencionaba, ni siquiera estaba seguro de querer hacer una película de guerra.



Un par de noches después me llamó para preguntarme si había leído a Jung. Le dije que sí. ¿Estaba familiarizado con el concepto de la Sombra, nuestro oscuro lado oculto? Le aseguré que sí. Hablamos media hora de la Sombra y de que quería que apareciera en su película de guerra. Y, oh, ¿Conocía alguna buena novela sobre Vietnam, “ya sabes Michael, alguna que la que haya una historia”? Le dije que no. Le dije que después de siete años trabajando en un libro sobre Vietnam y casi dos más en la película Apocalypse Now, era la última cosa en el mundo que me interesaba. Me agradeció mi sinceridad, mi “casi brusca franqueza”, y dijo que, probablemente, lo que más le interesaba hacer era una película sobre el Holocausto, pero a ver quién metía todo eso en una película de dos horas.

Casi siempre hablábamos de escritores, generalmente muertos, blancos y europeos o norteamericanos, casi nunca los que hoy están en los planes de estudios universitarios. Stendhal (media hora), Balzac (dos horas), Conrad, Crane, Hemingway (horas y horas: “¿Crees que es cierto que estaba siempre borracho, incluso cuando escribía? ¿Sí? Bueno, tendré que averiguar que bebía y enviar una caja de eso a todos mis escritores”), Celine (“Mi antisemita favorito”) y Kafka, a quien consideraba el mayor escritor del siglo y el más malinterpretado: la gente que utilizaba la palabra kafkiano probablemente jamás había leído a Kafka. Stanley tenía un gusto y don para lo creativo-subversivo, y apreciaba a Swift, Malaparte y William Burroughs, y se interesó por el hecho de  que Burroughs fuera amigo mío. Le hice leer ¡Absalón, Absalón!; la novela le pareció increíblemente hermosa, pero “ahí no hay película. Quiero decir: ¿Dónde está la chicha, Michael?”. Y entonces pasaba a otra cosa. Decía que le gustaría hacer una película de médicos porque “todo el mundo odia a los médicos” (su padre era médico). Y así seguimos charlando, con alguna esporádica visita a su casa para cenar y ver una película…hasta que descubrió el libro de Gustav Hasford The Short-Timers, compró los derechos, escribió un largo tratamiento y me pidió que trabajara en el guion con él. Entonces comenzamos a hablar de verdad. A aquellas alturas ya sabía que había estado trabajando para Stanley desde el momento en que le conocí.


A Stanley nunca se le podría haber acusado de romper ninguna ley suntuaria. Puede que fuera el dueño de Childwick Bury, pero se vestía como un campesino, y, además, le sentaba bien. Llevaba siempre lo mismo, unos chinos gastados, una especie de camisa de trabajo, generalmente de un tono azul oscuro, una especie de chaqueta de trabajo de basto algodón con muchos bolsillos (mi oficina, solía decir), calzado deportivo, tan roto que se podría pensar que era corredor y un anorak para todo clima. Cuando su hija Katharina se casó, en 1984, fue la Mark & Spencer de St. Albans y se compró un traje azul oscuro de 85 libras y una camisa blanca y una corbata, y en una de las zapaterías de High Street se compró un par de zapatos negros que, me dijo, estaban hechos de cartón. (NR: En otro escrito la historia comienza antes: Kubrick quería ir tal como vestía a diario y su hija se echó a llorar, por eso fue de compras).

Stanley era alguien que no sabía lo que quería, pero que tenía clarísimo lo que no quería, y no pensaba aguantarlo. Era el vacilante umbral de la edad adulta, una cara pre-adolescente que envuelve un alma anciana, de alguien que ya ha vivido de todo.