Tomado del libro Kubrick, de Michael Herr. Grove Press, N.Y. 2000 (Editorial Anagrama, Barcelona, 2001).
Un par de días después
del funeral de Stanley el Times
publicaba la noticia de que la antigua ama de llaves de la familia Kubrick,
Betty Compton, de sesenta y cinco años de edad, planeaba escribir una
semblanza. “era excéntrico y paranoico”,
decía, “aunque no un lunático”. Y añadía: “Siempre y cuando no le trataras con
condescendencia, era estupendo trabajar con él”. Esto me pareció cierto del
todo.
A la semana siguiente,
Frederic Raphael, el colaborador a todas luces desdichado en el guion de Eyes
Wide Shut, tenía la propuesta para escribir su propia semblanza de Stanley
sobre la mesa de varios editores. Lo que se contaba en el libro que apareció
poco después resultó difícil de aceptar para mucha gente. No es sólo que fuera
hostil a Stanley, ni que estuviera tan lleno de rencor o resultara tan
humillante para el autor, sino que era indefectiblemente condescendiente.
“O
los tienes a tus pies o se te tiran al cuello”
decía Stanley. Evocando una frase de uso corriente en los círculos diplomáticos
europeos después de la WWII. En aquella época la referencia era a los alemanes;
pero Stanley hablaba de los críticos y
cronistas de la cultura en general, de los periodistas del mundo del
espectáculo. Que tuvieran pretensiones intelectuales, escribieran en
publicaciones populares o, como era casi siempre el caso, se mantuvieran en un
escalón intermedio entre ambos. Generalmente polémicos y mal informados.
Siempre que podía, Stanley
procuraba metérselos en el bolsillo (el que ha sido maestro de ajedrez nunca
deja serlo, pero la deformada imagen que tenían de él, y la forma en que
despertaba prejuicios, le resultaba a Stanley cuando menos incómoda. No era
frágil como el cristal, pero la estupidez y la injusticia herían sus
sentimientos, y aun cuando él no fuera la víctima de ellos.
Cuando conocí a
Stanley, le conté que a principios de los sesenta estuve viviendo en N.Y. y
trabajé fugazmente de crítico de cinematográfico (sin cobrar) para una revista
que se llamaba The New Leader. "Quieres decir
que no te pagaban nada?” “Me pagaban la entrada del cine” “Caramba Michael…Ni siquiera tenías un
porcentaje en los beneficios? ¿O una cuenta de gastos? ¿Ni vales para comer? Le
dije que una de las películas que había reseñado era Lolita. Llamó a alguien en N.Y. y le envió la reseña. Le gustó. Yo
ponía la película por las nubes. Ni el propio Stanley la encontraba tan buena
como yo.
(…) Me acuerdo de esto
siempre que pienso en la vida que deben llevar los críticos, sobre todo los de
cine, y más aún los cinéfilos de la vieja escuela, los veteranos de
contracubiertas de libros que siguen escribiendo reseñas después de cuarenta
años o más, sin haber desarrollado aún una mente desenfadada y abierta; les
dicen a los demás donde se han equivocado, viven bajo la tensión cotidiana de tener
que encontrar otros superlativo, u otro adjetivo peyorativo, mientras aún
mantienen su credibilidad.
The New Yorker
“He
estado leyendo algunas críticas”, dijo Stanley, “Y, vaya Michael…¿recuerdas aquel antiguo
programa de radio, Vale la pena ser un cateto (Ignorante)?” Me dijo estas
palabras después del estreno de Full
Metal Jacket, antes de soltar unos comentarios acerca de un par de críticos
en concreto. “Bueno, de todos modos, han
escrito mi nombre correctamente”, añadió, mirando ficha técnica.
Y entonces se estrenó Eyes Wide Shut, y vinieron las críticas,
y ese ineludible diluvio de lo que solían denominarse “artículos de fondo”: The New Yorker, The New York Times (con la notable excepción de Janet Maslin, cuyo apasionado elogio de la película, se rumoreaba,
fu el causante de que se despidiera del periódico), The New Yorker Review of Books, The New Republic, lo mismo de
siempre. Pocos espectáculos hay más desagradables que éste: todo el grupo de críticos
listillos unidos en una versión, en un gesto de concentración que causa
espanto.