Tomado del libro Kubrick, de Michael Herr. Grove Press, N.Y. 2000 (Editorial Anagrama, Barcelona, 2001).
MICHAEL HERR, guionista de Full Metal Jacket.
Stanley Kubrick era
amigo mío, en la medida en que la gente como Stanley tiene amigos, y si es que hoy en día queda
gente como Stanley. Era uno de los hombres más sociables que he conocido, y eso
no cambia el hecho de que casi siempre se relacionara con los demás por
teléfono. El escritor Gustav Hasford afirmaba que él y Stanley en una ocasión
pasaron siete horas al teléfono, y yo muchas veces estuve más de tres hablando
con él. He oído decir a mucha gente que habló con Stanley el último día de su
vida, y aunque son muchos, les creo a todos.
Tenía la entrañable y
seductora costumbre de repetir tu nombre cada dos frases, sobre todo cuando
llegaba al meollo del asunto, y con él siempre había un meollo.
Cuando le conocí en
1980, yo no solo suscribía la leyenda de Stanley, sino que de hecho era muy
susceptible a ella. Un amigo común, David Cornwell (más conocido como John Le
Carré) le había dicho que yo vivía en Londres y nos invitó a comer y a ver una
película. Era un pase de The Shining en los estudios Shepertton una semana
antes de su estreno en los EEUU., seguido de una cena en Childwick Burry, la
finca de 50 hactáreas cerca de St. Albans, a una hora al norte de Londres, al
que acababan de mudarse Stanley, su familia, sus perros y sus gatos. Stanley
quería conocerme porque le había gustado Despachos
de Guerra, mi libro sobre Vietnam. Fue lo primero que dijo cuando nos
conocimos. Lo segundo que me dijo fue que no deseaba hacer una película del
libro. Lo dijo más o menos como un cumplido, pero también para asegurarse de
que no me hiciera ilusiones. Había leído el libro varias veces en busca de la
historia y durante la cena citó varios fragmentos, algunos bastante largos, de
memoria. Me sentí emocionado, halagado y muy feliz de conocerle, pues no se me
pasaba por alto que no era una persona a quien se conocía todos los días. No
era una persona que se convierte en tu amigo al cabo de cinco minutos en una
fiesta.
Estaba pensando en
hacer una película de guerra, pero no estaba seguro de que guerra, y de que
hecho, ahora que lo mencionaba, ni siquiera estaba seguro de querer hacer una
película de guerra.
Un par de noches
después me llamó para preguntarme si había leído a Jung. Le dije que sí.
¿Estaba familiarizado con el concepto de la Sombra, nuestro oscuro lado oculto?
Le aseguré que sí. Hablamos media hora de la Sombra y de que quería que
apareciera en su película de guerra. Y, oh, ¿Conocía alguna buena novela sobre
Vietnam, “ya sabes Michael, alguna que la que haya una historia”? Le dije que no. Le dije que después de siete años
trabajando en un libro sobre Vietnam y casi dos más en la película Apocalypse Now,
era la última cosa en el mundo que me interesaba. Me agradeció mi sinceridad,
mi “casi brusca franqueza”, y dijo que, probablemente, lo que más le interesaba
hacer era una película sobre el Holocausto, pero a ver quién metía todo eso en
una película de dos horas.
Casi siempre
hablábamos de escritores, generalmente muertos, blancos y europeos o
norteamericanos, casi nunca los que hoy están en los planes de estudios
universitarios. Stendhal (media hora), Balzac (dos horas), Conrad, Crane,
Hemingway (horas y horas: “¿Crees que es cierto que estaba siempre borracho,
incluso cuando escribía? ¿Sí? Bueno, tendré que averiguar que bebía y enviar
una caja de eso a todos mis escritores”), Celine (“Mi antisemita favorito”) y
Kafka, a quien consideraba el mayor escritor del siglo y el más
malinterpretado: la gente que utilizaba la palabra kafkiano probablemente jamás
había leído a Kafka. Stanley tenía un gusto y don para lo creativo-subversivo,
y apreciaba a Swift, Malaparte y William Burroughs, y se interesó por el hecho
de que Burroughs fuera amigo mío. Le
hice leer ¡Absalón, Absalón!; la
novela le pareció increíblemente hermosa, pero “ahí no hay película. Quiero decir: ¿Dónde está la chicha, Michael?”.
Y entonces pasaba a otra cosa. Decía que le gustaría hacer una película de
médicos porque “todo el mundo odia a los
médicos” (su padre era médico). Y así seguimos charlando, con alguna
esporádica visita a su casa para cenar y ver una película…hasta que descubrió
el libro de Gustav Hasford The Short-Timers,
compró los derechos, escribió un largo tratamiento y me pidió que trabajara en
el guion con él. Entonces comenzamos a hablar de verdad. A aquellas alturas ya
sabía que había estado trabajando para Stanley desde el momento en que le
conocí.
A Stanley nunca se le
podría haber acusado de romper ninguna ley suntuaria. Puede que fuera el dueño
de Childwick Bury, pero se vestía como un campesino, y, además, le sentaba
bien. Llevaba siempre lo mismo, unos chinos gastados, una especie de camisa de
trabajo, generalmente de un tono azul oscuro, una especie de chaqueta de
trabajo de basto algodón con muchos bolsillos (mi oficina, solía decir), calzado deportivo, tan roto que se podría
pensar que era corredor y un anorak para todo clima. Cuando su hija Katharina
se casó, en 1984, fue la Mark & Spencer de St. Albans y se compró un traje
azul oscuro de 85 libras y una camisa blanca y una corbata, y en una de las
zapaterías de High Street se compró un par de zapatos negros que, me dijo,
estaban hechos de cartón. (NR: En otro
escrito la historia comienza antes: Kubrick quería ir tal como vestía a diario
y su hija se echó a llorar, por eso fue de compras).
Stanley era alguien que no sabía lo que quería, pero que tenía clarísimo lo que no quería, y no pensaba aguantarlo. Era el vacilante umbral de la edad adulta, una cara pre-adolescente que envuelve un alma anciana, de alguien que ya ha vivido de todo.
2 comentarios:
Me encanto el libro, muy recomendable
Gracias por tu trabajo. Hace años que sigo tu blog con gran fervor. Lo mejor sobre Kubrick, en castellano; y probablemente en cualquier otro idioma.
GRACIAS!
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